En la Casa de mi Padre hay muchas moradas

En la Casa de mi Padre hay muchas moradas
Jn 14, 1-6

En este día en que nos unimos para recordar y orar por nuestros seres queridos que ya partieron, el corazón se pone inevitablemente triste al pensar en esos rostros que amamos y cuya presencia física ya no tenemos. Sentimos el dolor de la ausencia, y el misterio de la muerte puede llenarnos de preocupación y angustia. Es justo en este momento de gran pena donde escuchamos con más fuerza la voz de Jesús: «No se turbe su corazón, crean en Dios y crean también en mí». Es como un abrazo que nos calma, una invitación a dejar de mirar la tumba para mirar con fe la promesa. Este Evangelio no es solo un deseo bonito, sino una verdad firme: para quienes hemos creído, la muerte no es el final, sino la puerta hacia la promesa de Aquel en quien confiamos.

Jesús nos muestra el destino final con una imagen llena de cariño: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas». Esta frase nos quita la idea de un final incierto y la cambia por la promesa de un hogar. Es un destino preparado especialmente para cada uno de nosotros, un hogar de acogida inmensa. Para nuestros hermanos difuntos, esta promesa ya es una posibilidad real. El alma que deja la tierra está llamada a esa morada eterna que es la comunión con Dios para siempre. Se cumplirá entonces lo que nos dice el Apocalipsis: “Secará todas las lágrimas de ellos, y ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor; porque todo lo que antes existía ha dejado de existir” (21, 4).

El centro de nuestra esperanza está en la promesa del regreso y la reunión: «Cuando vaya y les prepare un lugar, volveré y los llevaré conmigo, para que donde estoy yo estén también ustedes». Es una verdad que anula la separación. Jesús, que nos amó hasta morir en la Cruz, no nos deja solos. Su partida fue un acto de amor para asegurarnos el reencuentro definitivo con él. Esta promesa nos permite ver la muerte de quienes queremos no como un adiós final, sino como un “hasta pronto” con la certeza de que estamos unidos en la comunión de los santos y que, algún día, volveremos a encontrarnos en la casa del Padre Dios.

Ante la duda de Tomás, que expresaba su ignorancia sobre el destino de del Señor y el camino a seguir, Jesús le da la respuesta definitiva, la única guía segura: «Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí». Esta frase es el centro de nuestra fe. Él es el Camino, lo que significa que no tenemos que buscar otra ruta; Él es el único puente que nos lleva a Dios. Él es la Verdad, disipando las confusiones y miedos sobre la vida después de la muerte. Y Él es la Vida misma, la fuente de la felicidad eterna que deseamos para quienes amamos. Nuestra oración por los difuntos se convierte en una simple entrega: le pedimos a Cristo que actúe como ese Camino seguro para el alma de quien ha partido.

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