- Por: Mons. Miguel Fernando González Mariño
Al buscar en Internet el término “inocencia” podemos encontrarnos desde series de Netflix, hasta libros, videos, artículos, blogs, etc., de los más diversos valores y tendencias. Sin embargo, en la gran tradición cristiana, la palabra “inocencia” nos remite inmediatamente a esa cualidad que se refiere a la limpieza de corazón y pureza del alma. Esa condición de inocente, indica que uno no es culpable de pecado. El problema es que se tiende a pensar que es una cualidad reducida a los primeros años de la vida y que por ser propia de la infancia se debe ir superando –acabando– a medida que la persona crece. Gran error. Error que muy bien aprovechan las ideologías que están de moda, las cuales hasta hace unos pocos años se dirigían a un público adulto y poco a poco se han venido enfocando a los más jóvenes y últimamente a los más pequeños, porque son más vulnerables y absurdamente, poco protegidos.
No hay que confundir inocencia con ignorancia, ni con infantilismo. La inocencia es un don que recibimos con el bautismo, por el que somos liberados del pecado original y además es elevada a la santidad con la gracia del sacramento, por tanto, es un don que hay que cuidar. Y ahí está el punto crítico que debemos promover en la familia. La inocencia es arrebatada cuando se van asumiendo en el hogar palabras, gestos, chistes, aficiones, películas, música, canciones o diversiones que invitan al lenguaje del doble sentido, a la palabra o mirada maliciosa, al trato violento y abusivo que agrede y quita la paz. Y todo eso sucede en primer lugar en el ambiente familiar. En general, muchos padres y madres no están pendientes de custodiar la inocencia de los niños y muchos no están atentos a protegerlos de la agresividad con que actúa hoy el ambiente. La hipersexualización de la educación infantil, siguiendo agendas internacionales que la promueven, busca dar a conocer a los más pequeños unos contenidos que no corresponden a su edad, incitándolos no solo a pensar cosas que por su etapa de desarrollo no les interesarían, sino a tener sensaciones que los llevan a adicciones desde la más tierna edad.
No es casual toda la perversa carga ideológica en la inauguración de los Olímpicos de París, puesta en un espectáculo que se supone es para ver en familia, en el que incluso uno de los “artistas” era una menor de edad, indicando que ese depravado mundo también es para los niños. Muchos padres son conscientes de esta situación, pero finalmente no asumen una actitud protectora de sus hijos, por la sencilla razón de sentirse sin autoridad moral sobre el tema, no precisamente porque lo acepten, sino porque ya están confundidos y tal vez algo contaminados y no saben qué decir o prefieren callar y eso es muy grave.
A los niños hoy les faltan referentes que les transmitan valores y seguridad. Los padres son los primeros educadores de sus hijos, por derecho natural y esa educación se refiere fundamentalmente a los valores más esenciales de la persona, aquellos que le servirán para toda la vida. Por lo tanto, lo que digan o callen los padres marcará la formación en la salvaguardia de la inocencia de los hijos.
Pero resulta que la inocencia lejos de ser un defecto a superar, es una condición necesaria para poder madurar. Repito: madurez no implica perder la inocencia sino todo lo contrario, porque es la inocencia la que nos permite ver el mundo con mirada limpia, sin prejuicios ni corrupciones. Permite tener una correcta percepción del mundo, de las otras personas, de uno mismo y por supuesto, de Dios; no en vano, dijo Jesús: “bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios”.
La buena noticia es que la inocencia se puede recuperar. Así que, lo que en la infancia habíamos recibido, por la virtud podemos –y debemos– mantener. Es por eso que la inocencia es un don y una tarea. Si animamos a nuestras familias a recuperar la inocencia perdida, sabiendo que sí es posible lograrlo, con la ayuda de Dios, seguramente daremos luz y esperanza a muchas familias y ayudaremos a proteger a muchos niños y niñas. No podemos olvidar que es justamente en el ambiente familiar donde sucede el mayor porcentaje de abuso de menores. “Pongamos de moda” la pureza, el pudor, el buen gusto, la decencia en el hablar y el vestir, quitémosle esa fama ridícula y burlesca que se le ha dado a la inocencia y exaltemos lo verdadero, lo bueno y lo bello de la vida diaria en el trato familiar, porque es allí donde en primer lugar se pone en práctica el Evangelio de Cristo. La inocencia salvará al mundo desde la familia.
+ Miguel Fernando González Mariño
Obispo de El Espinal y Administrador Apostólico de Garzón
Presidente Comisión Episcopal de Matrimonio y Familia – Conferencia Episcopal de Colombia