Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta
Lc 15, 1-32
El evangelio de este domingo comienza con una escena muy específica: los recaudadores de impuestos y los pecadores se acercaban a Jesús, mientras que los fariseos y escribas murmuraban con desprecio, diciendo: “Este recibe a los pecadores y come con ellos” Esta queja no es un detalle menor; es la razón por la que Jesús cuenta estas parábolas. En respuesta a su actitud de superioridad y juicio, Jesús usa las historias para confrontarles directamente. Las noventa y nueve ovejas que no se perdieron, las nueve monedas que la mujer todavía tenía y, de manera más explícita, el hermano mayor, son las figuras que representan a estos líderes religiosos. Ellos se consideraban a sí mismos “justos” y en la comunión con Dios, pero en realidad, estaban perdiendo la esencia del amor y la misericordia.
En las dos primeras parábolas, Jesús nos presenta a dos figuras que reflejan el corazón de Dios: el pastor incansable y la mujer diligente. El pastor deja a las noventa y nueve ovejas en el redil para ir a buscar a la única que se perdió. Su lógica no es de números o conveniencia, sino de amor. De la misma manera, la mujer que pierde una moneda barre y busca con dedicación hasta encontrarla. A través de sus acciones, Jesús nos enseña que cada persona tiene un valor infinito para Dios. Por otro lado, las noventa y nueve ovejas que no se perdieron y las nueve monedas que la mujer aún tenía representan a los fariseos y escribas, que se sentían seguros y justos por su obediencia a la Ley. No podían entender por qué Jesús se esforzaba tanto por aquellos a quienes ellos consideraban “perdidos,” ya que su mentalidad se centraba más en la pureza y las reglas que en la compasión.
La parte más importante y conmovedora de la parábola del hijo pródigo es la actitud del padre misericordioso. Él representa a Dios, cuya compasión no tiene límites. Cuando el hijo menor, sucio y sin nada, decide regresar a casa, el padre no lo espera con reproches. Al contrario, lo ve desde lejos, se conmueve y corre hacia él sin importarle su dignidad. Lo abraza y lo besa, demostrando que su amor no había cambiado a pesar de la distancia y los errores de su hijo. Este padre no solo perdona, sino que restaura completamente a su hijo, devolviéndole su identidad con un anillo y un vestido nuevo. Su única respuesta es una celebración llena de alegría, un claro reflejo de que la felicidad de Dios está en la reconciliación y el regreso de los que estaban perdidos.
Posteriormente, el padre sale a rogarle a su hijo mayor que entre a la fiesta, al igual que Jesús intentaba convencer a los fariseos. El padre les explica la alegría del regreso de su hijo perdido. “Era necesario hacer fiesta y regocijarnos, porque este tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado.” Esta frase no solo es para el hijo mayor, sino que es el mensaje central para los fariseos. Jesús les está diciendo: Ustedes, que se sienten justos, están perdiendo de vista lo más importante: la alegría del retorno del que se había perdido. Su justicia se había vuelto un peso que los separaba de la misericordia de Dios y del amor por sus hermanos.
En conclusión, las parábolas de la misericordia no son solo sobre el amor de Dios por los pecadores, sino también sobre una fuerte advertencia a aquellos que se consideran justos. Las noventa y nueve ovejas y el hijo mayor estaban “en casa”, pero sus corazones estaban lejos de la misericordia de Dios. El mensaje de Jesús es claro: la verdadera alegría no se encuentra en el juicio y la separación, sino en la celebración del perdón y el regreso de los perdidos. Tengamos, pues, la misma actitud del padre misericordioso.
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