SOSTENIDOS POR LA FE Y ANIMADOS POR LA ESPERANZA EN CRISTO

Desde el inicio de la predicación evangélica la Iglesia ha recibido el don de la Fe unido al don de la Esperanza. Esto lo vemos como ejemplo en la predicación del apóstol San Pablo: “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce: “(1 Co 15, 3-4).

Apoyado en la buena nueva de Cristo resucitado el mismo apóstol escribió a los cristianos de Tesalónica: “No queremos, hermanos, que estéis en ignorancia acerca de los que han muerto, para que no os contristéis como los demás, que no tienen esperanza” (1 Ts 4, 13-18). El apóstol no es insensible, ni ve mal el que lloremos por los que mueren o sintamos tristeza; nos anima a no dejar que el velo del dolor y de las lágrimas nos impida ver más allá de la muerte y del sufrimiento. Porque los que creemos en Cristo sufrimos con esperanza la separación de los que parten de esta vida. En eso consiste la esperanza; en recordar que por el triunfo de Cristo, la muerte no tiene la última palabra, porque Él la ha vencido con su resurrección, y nos ha dado nueva vida (Cf. Ef 2, 4-5; 1 P 1, 3).

El mismo Jesús experimentó el dolor de la separación por la muerte de Lázaro, el amigo que amaba; lloró, e hizo suyo el llanto de sus hermanas (Jn 11, 3-37). Pero no le evitó la muerte, así como tampoco evitaría la suya en la cruz.  Por eso, enseña san Ambrosio: “Cristo hubiese podido evitar la muerte, si así lo hubiese querido; mas no la rehuyó como algo inútil, sino que la consideró como el mejor modo de salvarnos. Y, así, su muerte es la vida de todos” (San Ambrosio, obispo, sobre la muerte de su hermano Sátiro).

Nuestro destino es la vida, no hemos sido creados para la muerte; por eso, debemos vivir pensando en la vida sabiendo ver la muerte con una mirada distinta, no con miedo, como si fuera un fantasma; porque ella consiste en ese paso inevitable que todos debemos dar con pie firme y esperanzado. Cada domingo renovamos nuestra fe en la Resurrección de Cristo y en sus promesas; porque somos peregrinos en la fe motivados por la esperanza. “Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido” (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 651).

Quiero animar a los que se encuentran pasando por el momento del duelo a buscar en Cristo la fuerza de la fe y el consuelo de la esperanza. Es buena la compañía de la familia y de los amigos cercanos, pero hay un vacío en el corazón que nada ni nadie más que Dios puede llenar. Por experiencia propia puedo decir que si llevamos la cruz del duelo unidos a Cristo, su peso se hace mucho más llevadero, como el mismo Señor nos lo ha prometido (Cf. Mt 11, 29-30).

Pidamos al Señor que nos ayude a dejar partir a los que han fallecido, porque a Él les pertenecen; y que sepamos agradecer la gracia de poder compartir con ellos en este mundo, porque han sido un precioso regalo de Dios. 

Que María, madre de la esperanza y san José, patrono y protector de la Iglesia, rueguen por nosotros. Amén

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