Mi experiencia como sacerdote confesor

“El pecado nos degrada, nos aleja de Dios y de los hombres, nos arrebata la vida; pero Dios nos ofrece el sacramento de la reconciliación” (papa Francisco).

Cada vez que tengo el sublime honor de participar del sacramento de la reconciliación como sacerdote, me siento bendecido porque he experimentado con gozo y certeza la bella realidad de la compasión de Dios, tanto en calidad de ministro o como penitente arrepentido que corre a la fuente del perdón y de la salvación, llegando a ese manantial de misericordia divina, porque es el mismo Jesús quien actúa en mi sacerdocio, escuchando y perdonando al pecador.

Pues, al sacerdote se le ha confiado la elevada responsabilidad de “perdonar o retener los pecados” (Jn. 20, 23) a través de la confesión, en la que los fieles por la fuerza del Espíritu Santo viven la gozosa experiencia del “hijo pródigo”. Recuerdo cuando Nuestro Señor dijo a Santa Faustina: “Cuando vas a confesarte, a esta fuente de misericordia, la Sangre y el Agua que brotaron de “mi Corazón”, siempre fluyen sobre tu alma”.

Estas palabras, al igual que muchos textos de la Sagrada Escritura y mi experiencia personal como sacerdote confesor, me confirman que es el mismo Jesús, quien reivindica a la persona, como dice su Palabra: “No he venido a condenar, he venido a perdonar y a salvar”, (Jn.3,16). En otro texto del Evangelio encontramos que Jesús le dice a la mujer pecadora: “Mujer, ¿quién te condena? Nadie te condena, vete en paz y no peques más” (Jn. 8, 10 – 11). Esto es hermanos, el sacramento de la misericordia, el sacramento del perdón y del amor.

Como sacerdote confesor, algunas veces me ha sido difícil contener la emoción cuando mi corazón es tocado por la confesión de jóvenes, hombres, mujeres y niños, que, movidos por la fuerza del Espíritu Santo, corren hacia nosotros ministros de la penitencia, en busca del amor de Dios. Esto es maravilloso, y como sacerdote confesor he vivido muchas experiencias enriquecedoras e inolvidables que han marcado mi vida como ministro y me han fortalecido.

Escuchar a los hermanos, ver correr y secar las lágrimas de sus ojos, ha tocado mi corazón y ha despertado mi sensibilidad humana. Bellas las palabras del papa Francisco que invitan a recibir a los penitentes, “no con la actitud de un juez y tampoco con la de un simple amigo, sino con la caridad de Dios”.

Cuánto regocijo he experimentado al asistir a un enfermo agonizante y a las pocas horas entrega su alma al Padre amoroso. Fluye a mi mente la escena del ladrón arrepentido cuando Jesús en su infinita misericordia le dijo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc. 23, 43).

En un congreso carismático el Señor me regaló la gracia de confesar a muchos fieles, entre ellos a un joven que agradecido dijo: “La mejor homilía y la mejor predicación que he escuchado, ha sido en este momento en que he sentido la misericordia de Dios en mi vida. Jesús, a través de su sacerdocio, (In persona Christi), me ha escuchado y me ha perdonado. Me siento una persona nueva”.

Por último, quiero decir, que, como sacerdote confesor, siempre estoy dispuesto a atender generosamente a las personas que piden la confesión, pues no sabemos en qué momento el Señor los llame a su morada. Dice el Papa Francisco: “Un sacerdote que no se dedica a esta parte de su ministerio, es como un pastor que no se preocupa por las ovejas perdidas”. Termino invocando a la Santísima Virgen María, Reina de los confesores y a Jesús Sumo y Eterno Sacerdote, para que nos ayuden a ser verdaderos misioneros de la misericordia. Amén.