Ministerio sacerdotal fuera del país: Una experiencia diocesana

Después de varios años de formación y ejercicio del ministerio sacerdotal en el exterior, y aunque las herramientas actuales permiten «acortar» los cerca de 8.000 kilómetros que separan Santa Marta de Pamplona (ciudad española donde actualmente resido), no falta quien pregunte (yo soy el primero): ¿qué función cumple un sacerdote de nuestra diócesis en tierras tan lejanas? ¿qué le aporta a nuestra iglesia particular? En estas líneas no pretendo dar una respuesta definitiva, sino compartir algo acerca de mi experiencia de los últimos años para propiciar una reflexión acerca del papel de cada uno de nosotros en la misión diocesana.

Sin duda, la experiencia más significativa ha sido comprender la catolicidad de nuestra Iglesia. Llamarnos «católicos» es mucho más que un título que se añade a nuestra identidad cristiana. Cuando Jesús pedía al Padre que todos sean uno (Jn 17, 21) hacía referencia a sus Apóstoles y, por supuesto, también a nosotros. Aprender de la vida de fe de cristianos procedentes de países como España, Indonesia, Tanzania o Argentina; y descubrir, además, que la realidad de la Diócesis de Santa Marta también a ellos les enriquece, me ha permitido constatar que, aun sin conocernos personalmente, todos somos miembros del mismo Cuerpo y, de un modo misterioso, nos sostenemos mutuamente. ¿Cuántas veces una oración o un sacrificio hecho en Santa Marta habrá provocado, por la comunión de los santos, la conversión de un alma o la curación de un enfermo en otro país?

A su vez, entrar en contacto con ambientes donde se niega la existencia de Dios, donde la vida de piedad se extingue progresivamente, donde la abundancia de bienes materiales suele estar acompañada de una vida sin sentido, y donde el sacerdocio está desprestigiado, me lleva constantemente a agradecer al Señor y a valorar positivamente aquello que nos identifica y nos fortalece como iglesia particular. Es verdad que nuestra situación local no es fácil, y que nuestra misión diocesana requiere – como en todos los lugares del mundo – ser fortalecida, pero no es menos cierto que el tesoro de nuestra fe y vida eclesial tienen un valor tan alto para la Iglesia universal, que no debemos esconderlos debajo de un celemín (Cf. Mt 5, 15).

Finalmente, la dedicación de muchas horas al estudio y la realización de labores pastorales han fortalecido mi vida ministerial. Pero, al mismo tiempo, me ayudan a descubrir que uno de los conocimientos más valiosos que he recibido proviene de muchas personas que tienen una vida «normal», sin espectáculos ni seguidores en una red social, pero que son auténticas «piedras vivas» que construyen el Reino de Dios (Cf. 1P 2, 5), pues «viviendo cristianamente entre nuestros iguales, de una manera ordinaria pero coherente con nuestra fe, seremos «Cristo presente entre los hombres» (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 102).

Los filósofos clásicos afirmaban que «el obrar sigue al ser» y, por tanto, todo lo que hacemos será eficaz si refleja aquello que somos: hijos de Dios en Jesucristo, que es quien garantiza la fecundidad de nuestro esfuerzo, pues todo se mantiene en Él (Col 1, 17). De modo que en España, junto al mar, cerca del Río Magdalena o en la zona rural, todos tenemos una tarea apasionante: ser Diócesis de Santa Marta, haciendo con fidelidad lo que Dios nos pide a diario (la vida ministerial, el trabajo, la labor misionera o la oración silenciosa). Y aunque tal vez no veamos los frutos aquí y ahora, tendremos la certeza de permanecer unidos en la Verdad, recorriendo el único Camino que lleva a la Vida. Todo ello en una única Iglesia, que se extiende por el mundo para anunciar a Aquél que transforma nuestro ser e ilumina nuestro hacer.